17.12.10

Conchófobos, pijófilos y pansexualistas (IV)


Entré al bar que está casi en la esquina de Marcelo T. y Uriburu y pedí un té con limón. Me hubiera pedido un vienés pero me acordé que no tomo café. Voy a tener que mejorar eso si me quiero convertir en una celebrity de la seudointelectualidad: todes toman café. Irlandés. Colombiano. Capuccino. Descafeinado. Tan lejos de mi tecito Taragüí, tan hecho en Corrientes que tiene gusto a peón del Momo Venegas. Pero no vine desde Viena hasta acá para hacer una etnografía de las infusiones, sino a sentar las bases de la teoría que revolucionará la concepción de la putez en el siglo XXI: el nudo borromeo que mantiene unidos a conchófobos, pijófilos y pansexualistas.

Sonó el despertador. Eran las nueve menos cuarto y estaba en mi cama. Si viviera en un relato de Jaime Baily tendría un chongo al lado, pero no. La sábana de abajo se salió durante la noche y los dobleces me marcaron la espalda. Con bastante menos que eso, un par de troskolesbofeministas trasnochadas denunciarían violencia de género. Y sólo por pensar en ese chiste, me acusarían de misógino. Porque hay algo en lo que el feminismo malentendido se parece a la religión: en que se puede pecar por pensamiento, palabra, obra u omisión, y a quien lo haga, lo espera el averno.

Me levanté y me preparé un café, para cambiar un poco. Me senté frente a la computadora y empecé a escribir:

La pulsión - o repulsión- conchófoba se manifiesta como un claro sentimiento de aversión por el aparato genital femenino en toda su extensión, con sus distintas capas y complejidades epiteliales, independientemente de si tengan o no vello pubiano.

Y me vino el recuerdo de mi primera pulsión conchófoba (o cachufóbica, como dicen, algunos/as, poco rigurosos/as). Cumplía ocho años y me regalaron una colonia Paco. Asumo que la empresa habrá quebrado, o le habrán cambiado el nombre, porque dudo que hoy en día alguien quiera regalarle Paco a sus nenes. Pero en ese momento toda esa carga semántica no estaba en las colonias y uno las acumulaba cumpleaños tras cumpleaños, sin llegar a gastarlas. "Arroró" hasta los cuatro años, "Pibe's" entre los cinco y los siete, y a partir de los ocho, "Paco", hasta la llegada del "Chester Ice" en primer año del secundario.

"Para que tengas éxito con las chicas", escribió mi tía Clelia en una tarjeta muy fea (porque hay que decirlo, las tarjetas de cumpleaños para varones son muy feas y eso sí que es violencia de género: azules o grises, sin brillos ni colores saturados, tienen siempre dibujado un objeto: una gorra, una bicicleta, una pelota, algo que indica a grandes rasgos que uno no es una nena; nada de afecto, nada de ositos ni corazones). Para ese entonces, mi personalidad ya presentaba todos los indicios de la del niño-mariquita que tan bien describe Llamas, R. y Vidarte, F. J.: (en Homografías. "Nenaza. La invención del niño mariquita", Madrid, Espasa-Calpe, 1999, p. 111).

Corría el noventaypico y habían empezado a salirme los pelitos. Andaba todo el día pensando en eso, en si era normal. Nadie te explicaba un carajo y uno dale que te dale, se los revisaba, y pensaba. Los niños debiéramos hacer una seria autocrítica por no animarnos a preguntar lo suficiente, y dedicarnos sólo a revisarnos y pensar. Después de leer la tarjeta, mientras pensaba, me pregunté si a las nenas también les saldrían pelitos ahí. Y esa idea -mi primer sentimiento conchófobo no inducido- me dio más asco que tomar la vacuna Sabin antipoliomielítica por vía oral, aunque much@s y muchxs me señalen con el dedo acusador de la misoginia.

12.12.10

Conchófobos, pijófilos y pansexualistas (III)


Mientras las tres parejas heterosexuales que se casaron en el registro civil de Uriburu 1022 están siendo lapidadas con arroz Doble Carolina, una marica perfumada pide permiso y baja la escalera que continúa a esa puerta gris de Uriburu 1018, en la que paga veinte mangos para chuparle el pito a otras cinco o seis maricas que, como ella, llegaron hasta el darkroom, túnel o cruising-bar más concurrido de Buenos Aires porque desean, ingenuas, cruzarse con un machito-bi-curioso-onda-nada-que-ver, como los que se ejercitan apenas diez metros arriba, en el gym de Uriburu 1016, para estar más fibrosos y levantar minitas el jueves a la noche en la fiesta de egresados supercheta a la que irán los adolescentes que viven en la residencia estudiantil Santo Tomás de Aquino, de Uriburu 1068, y en dónde sentirán la concuspicencia de la carne que condena el Dios al que le reza una vieja que no coge hace años y que camina rápido mientras pasea una perrita chihuahua que hace popó en la puerta de la facultad de Medicina, en cuyo tercer piso, veintidós médicos que cursan la especialización en Ginecología no se enterarán nunca cómo carajo usan la vagina y sus palanquitas y botoncitos, las cientos de lesbianas que pasarán por sus consultorios a lo largo de su carrera profesional y a las que ellos, como pelotudos, les explicarán métodos anticonceptivos y les ofrecerán ponerse un DIU, mientras a sólo tres ventanales de ahí, un oso de 42 años que vive en el séptimo piso del edificio que está en Uriburu 1034, se pajea por cam con un taiwanés de dieciséis años en Cam4, y enfrente, en la honorable Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, los seudointelectuales de las tecnologías del género aprenderemos cómo nombrar correctamente a las personas intersexuales, colectivo del que probablemente jamás conozcamos más de dos representantes, mientras en vez de pensar en todas estas cosas, debatimos qué libro de Judith Butler es el mejor para fortalecer nuestro troskofeminismo, hacia el final de la clase de Sociología de la Sexualidad, cerca de las diez de la noche, cuando en la esquina de Uriburu y Marcelo T. empiezan a parar las 4x4 de todos los nietos putos de Bartolomé Mitre que van a pagar entre 80 y 120 pesos para que se los cojan los doce taxiboys que vinieron del Norte, del Sur y de la selva subtropical misionera, para escapar de toda la mierda de sus pueblos de mierda y mezclarse en la gran mierda de la gran ciudad cosmopolita, capital de la progresía nacional, en la que los seudointelectuales de la diversidad somos personas respetables.

6.12.10

Conchófobos, pijófilos y pansexualistas (II)


Viajar en taxi ya es de por sí una experiencia política perturbadora pero el viaje Viena-Recoleta fue una pesadilla a secas. El tipo tenía un bigote-cepillo que le llegaba de oreja a oreja. Me hablaba en perfecto alemán mientras me miraba a través del espejito, y yo lo veía a él, gritando en blanco y negro, como en una escena de Chaplin. Intuyo que en las horas (o segundos) que duró el viaje -el tiempo en los sueños es laxo- me habló mal de los turcos, los musulmanes, los chinos, la comida armenia y dijo "matarlos a todos" en tono mein kampf al menos cuatro veces.

Pero estos detalles, a nosotros y nosotras, los y las seudointelectuales del género, no nos sorprenden. Primero, porque solemos tomar taxis para ir de un vernissage a otro (¡es que los hacen todos a la misma hora!) y segundo, porque cada tanto nos toca un taxista con onda, uno de esos que te cuenta que era gerente de una multinacional cerealera pero lo echaron, le arruinaron la vida y ahora es fiel seguidor de Claudio María Domínguez, y vos en el fondo lo disfrutás porque sabés que el tipo muy probablemente se lo mereciese o mereciera. No era el caso de mi taxista austrohúngaro, germanófilo al máximo, a cuyo frío corazón jamás tendría acceso Claudio María Domínguez. Germanófilo, me encanta esa palabra. Es que los seudo-intelectuales somos así, no sólo servimos para asistir a vernissages, también le agregamos prefijos y sufijos a las palabras, para separar a los/las buenos/buenas de las/los malos/malas, agregando filos y fobias a todo, y haciendo -sin gerundios, por favor- un mundo mejor.

Ya en Uriburu y Marcelo T. le pagué con cincuenta euros, que tenían la cara de un Berlusconi sonriente, y me bajé. Dos troskos me trataron de vender "La Verdad Obrera" en la puerta de Sociales. Me pareció curioso que supieran cuál era "la verdad obrera" siendo que no tenían mucha pinta de obreros. Les pregunté de qué partido eran. Del PTS, me respondieron, secos, quitándole toda la sugestividad que el nombre implica. Ah, como Lula, les dije, haciéndome el pavote. Me dijeron que Lula era un representante de la burocracia sindical paulista al servicio del estado nacionalista burgués y que no tenía nada que ver con ellos. Que Evo Morales era un cerdo bonapartista y Chávez, un lúmpenpopulista de derecha. Les pregunté por Fidel, por quien supuse que podrían llegar a tener alguna simpatía, pero le pifié: un stalinista soviético unipartidista que acalla a punta de pistola a su pueblo, me dijeron. Pensé en la mayoría de las viejas de Recoleta que leen La Nación sentadas en sus mecedoras, las imaginé con un gesto de satisfacción ante esas definiciones. Y antes de permitirle a los troskitos que me explicaran las bondades de la crisis en Grecia y sus aires prerrevolucionarios, les compré una Verdad Obrera, dos pesitos, solo porque eran lindos.

(Continuará...)

5.12.10

Conchófobos, pijófilos y pansexualistas (I)


Anoche, mientras soñaba, di tantas vueltas en la cama que se me salió la sábana de abajo y quedé chapoteando en el colchón. No era para menos: soñé con Freud. Soñar con Freud es como una figurita difícil de los sueños: vale por tres sueños de volar, cuatro sueños con ballenas y cinco poluciones nocturnas.

Freud estaba en su estudio, en Viena, tomando merca, como siempre. Tenía un diván de cuero de puta madre y una mesita ratona de vidrio y acero, así, muy Bauhaus. Arriba de la mesita, en un platito dorado divino, había un pancho. Sí, un pancho sobre un platito dorado, enfriándose. Muy freudiano. Una salchicha de Viena. No era una Vienissima, era una salchicha vienesa de las posta, grande, carnosa, con la pielcita apenas gruesa. Muy freudiano.

Freud agarraba el pancho y le pegaba un mordisco. Y me decía que ya tenía mi diagnóstico: una variante snob del trastorno obsesivo compulsivo, una inclinación vehemente a producir teoría, originada en un edipo irresuelto. Nada nuevo, salvo lo de la teoría. Reconocía una necesidad apremiante de totalizar fenómenos aislados en formas de teoría, de categorizar, de generar inútil conocimiento inocuo, a lo pavote.

Y mientras me ofrecía un pedacito de su pancho (es curioso, pero hablaba en argentino) me decía: no seas boludo, armate una nueva teoría de género, algo sobre la putez así medio polémico, te peleás con tres lesbofeministas trasnochadas, escribís un libro y te forrás en plata.

Le agradecí y me subí a un taxi.

- Hasta Marcelo T. de Alvear y Uriburu, por favor.

(Continuará...)

De lo puto, lo gay (y lo queer, por qué no)

Durante muchos años, a los putos se nos calificó de "homosexuales", un término clínico, médico, psiquiátrico para definir nuestra desviación: una enfermedad terrible que había que curar o combatir. Esa fue la identidad que se construyó sobre nosotros durante un siglo y medio, y a la que hubo que combatir, hasta el punto de quitar la enfermedad de los manuales de trastornos psíquicos.

No es casualidad que las dos primeras organizaciones de maricas en la Argentina tuvieran la palabra "homosexual" en su nombre: el Frente de Liberación Homosexual y la Comunidad Homosexual Argentina. Esa batalla se ganó (aunque alguna tradición religiosa todavía se resista a aceptarlo) y el término homosexual, que definía una enfermedad, pasó a ser la palabra políticamente correcta para designarnos.

Pero por aquellos años, en los que esa batalla estaba sucediendo, surgió un nuevo término, ya no de la clínica que nos había dicho homosexuales, ni de la religión, que nos había dicho sodomitas, la nueva palabra, alegre, feliz, anglosajona, surgía del mercado: gay. Lo gay como identidad forjada por el mercado definía los parámetros sobre cómo debía ser un homosexual: profesional, artista, moderno, divertido, y por sobre todas las cosas: individualista, y con una gran capacidad de consumo.

Sería inútil negar que "lo gay" como identidad fue un paso relativamente importante para la apertura cultural a las sexualidades diversas. Pero esa misma identidad, fuertemente arraigada en una "cultura global", se forjó con los parámetros del mercado y pronto alcanzó su techo: la exclusión. Mientras las identidades políticas y militantes eran puestas en duda por la posmodernidad y el mercado que auguraban el fin de las ideologías, lo gay conocía su hegemonía y también su límite: el de una identidad de consumo, que requiere una buena posición económica y fundamentalmente, la adhesión a los valores hegemónicos del mercado globalizado.

Las teorías queer, surgieron a la luz de las academias en el mundo anglosajón como respuesta a las políticas reaccionarias de Reagan y Thatcher y su avance cultural, quienes a pesar de ser fieles exponentes del mercado, eran conservadores en relación a las diversidades (sexuales, culturales). Lo queer tuvo un aporte valioso en su momento, como discurso de la resistencia a la restauración conservadora. Pero también implicó una visión individualista, por la cual las identidades sociales deben ser revisadas y deconstruidas, y cada individuo debe "liberarse" de ellas (en particular las sexuales) para dejar paso a un momento de "autodesignación" en el que se dé a si mismo su identidad, relegando todo el aspecto social.

Los peronistas, y por supuesto, los putos, las tortas y las travas peronistas, creemos en la identidades sociales. Mejor dicho, no creemos en ellas, las vivimos. Somos una mezcla de identidades muy fuertes: una identidad política, una identidad diversa. Y por más que las identidades sean construidas (¡y qué mayor identidad cultural construida en nuestro país que el peronismo, con sus complejidades eternas y fascinantes!) son un herramienta valiosa de construcción personal y social, política e histórica. La identidad nacional, la identidad latinoamericana, la identidad del pueblo, es para nosotros, la identidad de lo auténtico, de no querer ser lo otro.

Y por eso elegimos llamarnos putos peronistas: porque en el mundo de lo gay, está excluido el que no tiene un mango, el que no viaja por el mundo, el que no domina los idiomas del imperio, el que no se comporta como oligarca o aspira a serlo. Porque en el mundo de lo queer, está excluido el que no escribe papers, el que no llena paredes con diplomas, el que no se expresa con los términos más políticamente correctos que marcan las teorías del género, el que no leyó jamás a Foucault. Porque el puto es peronista y el gay es gorila y porque en el barrio somos putos, tortas y travas. No creemos en lo gay-snob, en las identidades del mercado, en la putez como yacimiento simbólico inagotable del negocio de las sexualidades. Y si creemos que en ese negocio, en esa forma de cultura mercantilizada, hay mucho de elitista, de unitario, de snob, de marginación y de cierto desprecio por lo popular, por los sentimientos nacionales y latinoamericanos, que ceden ante el cipayismo de los que llaman americano a lo yanqui, y huelen en el tango fino perfume francés, cuando en verdad, no está impregnado más que de olor a barrio.

Publicado en: APM - Agencia Periodística del Mercosur